Crónica Juan Pablo

LA ESCUELA DE LOS RUIDOS RAROS

Maria Lisbeth Arias es una mujer de sesenta y dos años que practica la religión adventista. Hace unas décadas, previo a sus estudios litúrgicos, estudió la pedagogía primaria para ejercer como una profesora y educar a las poblaciones rurales del territorio de Ginebra, Valle del Cauca. Esta mujer se crio en el seno de una familia de músicos en la región de Costa Rica, su madre, Maria Beldad Arias, hermana mayor de 3 varones, se dedicó a criar y a profesar el adventismo, sin embargo, también escribía poesía y cantaba y tocaba la guitarra. Sus otros tres hermanos, criados por ella misma, siguieron el camino musical y conformaron un trío de cuerdas empírico; César, con la guitarra solista; Sigifredo, haciendo punteos con el tiple; y Ramiro, guitarrista rítmico y voz principal. Estos 4 hermanos, con sus armonías y trabajo del campo, congénitos a su estilo de vida, se dedicaron únicamente al trabajo y a la crianza, siendo Lisbeth quien comenzaría a interesarse por los estudios académicos.
Hasta donde recuerdo, siempre ejerció la labor de docente, probablemente en escuelitas del pueblo, no siempre en zona rural, pero por lo menos recuerdo una vez que me contó que la enviaron a la montaña a hacer tutoría, acompañada únicamente de una niña cuya relación desconozco. La valiente mujer emprendió la marcha hacia una pequeña escuela en el medio de la profunda vegetación. 
Primero hay que comenzar explicando cómo fue su educación en la ruralidad. Cuando Lisbeth terminó el grado 5to de primaria en la escuela inmaculada de Ginebra, se vio obligada a dejar de estudiar y no continuar con el bachillerato, pues no tenía los recursos suficientes para matricularse. Se sentía triste porque veía a varios de sus compañeros ya matriculados y listos para continuar con su formación. Sin embargo, una propuesta de ser profesora de unos cuantos niños pequeños no tardaría en llegar. Unos amigos de su padre y su esposa le ofrecieron enseñarles a sus hijos en la vereda “La Selva”. Podría quedarse en su casa y además había otros cuantos niños que podían y querían estudiar con ella. Lisbeth se sintió muy agradecida y vio en este trabajo la oportunidad de ganar dinero y seguir estudiando como ella quería.
Se sirvió de sus propios cuadernos y los conocimientos enseñados por sus profesores en la primaria, durante 10 meses trabajó con 9 niños de grado segundo, tercero y cuarto. Lo curioso es que siendo una niña igual que sus estudiantes, jugaba mucho con ellos, por lo que le pidió a la señora que le brindó la oportunidad, que ella misma estableciera los horarios para entrar, salir al recreo, cuándo se acababa el recreo y demás, puesto que jugando con ellos se entretenía mucho. Al final todo salió bien, evaluó a los niños y su objetivo se cumplió, habían aprendido lo que les enseñó y le pagaron, decidiendo ella no recibir dinero durante el proceso, mil cien pesos transcurrido ya el curso. Con esta ayuda, pudo matricularse en el bachillerato de la misma escuela y comprar los uniformes, zapatos, libros y cuadernos que necesitaba para estudiar.
Cursó el primer año de bachillerato y se encontró en una vieja situación, como si de un privilegio se tratase, estudiar seguía siendo una exigencia económica y ya se había agotado el dinero que ganó enseñando, así que se puso triste. No obstante, la secretaria del colegio e hidalga, la hermana Virginia, Se dio cuenta de su situación y la hizo matricular con beca, con lo que pudo terminar sus estudios secundarios. Luego de esto, con mucho esfuerzo salió de su pueblo a cursar el título de normalista para poder ser una profesora nombrada y ejercer de manera regulada y digna. Corría el año 1975, y terminados sus estudios pedagógicos, el señor alcalde don Abigaíl Flores le ofreció trabajo en “La Selva”, donde ya había enseñado antes siendo una niña, tenía justo una vacante y además la ayudó con su nombramiento, podría trabajar como profesora oficial por decreto, algo que parecía muy lejano en principio.
Durante 6 años trabajó en la Selva, lugar que actualmente es un corregimiento, se instaló fácilmente allí. Ya conocía y distinguía a bastantes personas, se sentía en una comunidad, y les describe como gente muy amable, querida y amplia. Instruyó a sus estudiantes en la escuela “Antonio Ricaurte número 10”, y por lo general trabajaba con los grados cuarto y quinto de primaria, a veces era difícil porque no había personal docente, y tuvieron que ir a caballo de casa en casa anunciando que iba a restablecerse la enseñanza de los grados. Los niños siempre fueron muy educados y queridos con Lisbeth, que con asistencia de sus padres comenzó una huerta con sus estudiantes, todos ayudaron a cercar con palitos porque no había dinero para una malla. Después la trasladaron a la vereda “Juntas”, a través de un contrato verbal, nada sorprendente. Allí trabajó otros 4 años, y tuvo una experiencia similar a las anteriores, se encontró con gente amable y colaboradora con las actividades de la escuela.
Después de 10 años de experiencia como tutora rural, la trasladaron a la vereda “Flautas”, donde no llegaban los carros, la única manera de acceder era a caballo o caminando: “fue una experiencia muy bonita, y allí tuve vivencias no muy comunes, y tampoco de pronto demasiado agradables, pero sí curiosas”. Como es común en este modelo de educación, Lisbeth debía quedarse durmiendo en la escuela, algo que puede resultar aterrador para muchas personas. Sin embargo, ella era una mujer valiente y llevaba ya una década enseñando, no tenía a nada qué temerle; aún así, dos niñas la acompañaron la primera noche, hijas de don Bernabé Espitia y doña Rosalba Lema.


Se acostaron a las 9 de la noche, y antes de eso habían estado hablando y haciendo la comida, todo alumbrado por velas ya que la energía no llegaba allí. Oraron, como Lisbeth tenía por costumbre y se alistaron para dormir. Todo parecía transcurrir tranquilamente cuando de pronto, se escuchó cómo alguien golpeaba la puerta principal constantemente.
—  ¿A la orden? ¿Quién es? — pronunció de manera respetuosa.
Nadie dio respuesta, pero el golpeteo se mantuvo incesante.
—  Si no me dice quién es no puedo salir, no puedo abrir. Por favor ¿Quién es? 
La ausencia de una voz respondiendo tornaba el escenario muy inquietante para la profesora y la niña. Alicia se mantenía detrás de Lisbeth asustada, pero sin la voluntad de dejarla abandonada. Aún sin resolver el problema de la puerta, un nuevo y extraño sonido se sumaba al espacio: el revoloteo de un pájaro que quiere salir. No comprendían qué ocurría, realmente dos sonidos parecen poco motivo para alertarse; sin embargo, la primera noche en medio de la nada vegetal sin carreteras ni teléfono no era una situación que pintaba bien.
— Seguro es una golondrina que se quedó en el cielorraso, me imagino. 
Tratando de convencerse de causas lógicas, la docente cogió un palo de escoba y lo movió por arriba, pues estaban en completa oscuridad y era lo único que se podía hacer. Decidieron encender la luz y buscar qué era lo que causaba todo de una vez por todas, pero contra todo pronóstico, ambos sonidos se detuvieron de golpe. Ambas concluyeron que fuera lo que fuera la cosa que no les dejaba dormir ya se había ido, por lo que, de nuevo, apagaron las velas y se acostaron. Poco tiempo pasó para darse cuenta de que estaban equivocadas, tanto los golpes de la puerta, esta vez más frecuentes y el revoloteo del misterioso pájaro se reanudaron como un estímulo natural. 
Se repite el ciclo, cuando encendieron la luz todo se detuvo, nada tenía sentido, parecía una broma. Intentando no despertar a la más pequeña de las dos niñas, volvieron a apagar la luz y estos sonidos nunca regresaron. Pero esto no las relajaría más, porque en seguida al sanitario se podía escuchar como si un gato estuviera rasguñando una puerta por dentro. En un intento desesperado por explicarlo, Alicia y su profesora salieron a abrirle la puerta al presunto gato que podría haberse quedado encerrado en ese baño.
Ni gato ni marcas de rasguños. En ese momento les comenzó a entrar susto, la niña no pudo evitar quejarse.
—No, profesora, yo no la vuelvo a acompañar. No, no, no. Mire eso. Lo que está sonando, todo eso que está sonando. No, no, eso por aquí quién sabe quién está, ¿El diablo? ¿Un espíritu? ¿Quién sabe? —exclamó la niña irritada y con miedo mientras apretaba la mano de la tutora.
—Mi amor— comenzó Lisbeth compasiva—.  Pues eso sí puede ser un espíritu malo, pero vamos a orar y a estudiar la palabra de Dios. Porque Dios es más poderoso que cualquier espíritu. — añadió para calmar la situación. De nuevo se instalaron en la piecita, oraron con toda la fe que podían tener y repasaron el salmo 91 de la biblia, que trata sobre no temer a nada porque Dios es más grande. El salmo 91 es un clásico para orar antes de dormir. La oscuridad se volvió a tomar el cuarto, pero de pronto no solo los sonidos anteriores se hicieron presentes de nuevo, pero ahora revoloteaba algo como una mariposa en la esquina cerca a donde estaba durmiendo la pequeña. Exhaustas ya, prendieron las velas y, de nuevo, ni un solo sonido. La dejaron un buen rato encendida. 
Fuese lo que fuese ese condenado espíritu, parecía estar molesto porque además de tener una orquesta que le gusta tocar a oscuras, causó uno de los peores sustos que ha tenido esta mujer. Alicia estaba resignada y Lisbeth intentaba convencerla de que no la dejara sola y que todo iba a pasar, hasta que ambas sintieron cómo algo les levantaba la cama por el lado de los pies. Sintieron la cabeza fría, y estando aterradas, Lisbeth decidió recurrir una vez más a la oración para el todopoderoso. 
— Alicia, por favor, arrodillémonos otra vez. Oremos. — Levantó rápidamente la manta mientras se ponía en posición. — Oremos. Porque esto sí ya está grave. — Faltaba poco para que Alicia comenzara a llorar, tendría como mucho 11 años de edad. Después de orar y leer nuevamente, la niña, decidida, mencionó:
—  Yo no la vuelvo a acompañar, profesora. Usted váyase para la casa de mi mamá y mi papá y allá usted se queda, pero yo no vuelvo. — No tenía edad para lidiar con espíritus malignos.  A lo que Lisbeth, con optimismo, responde:  —Ven, mi amor, hagamos una cosa. Mañana me acompañan, y si esto sigue, no me vuelven a acompañar y yo me voy para la casa de ustedes, pero yo sé que no va a seguir porque Dios es poderoso y él ya espantado es espíritu. Ya eso no vuelve. Póngale cuidado, pero si volviera, pues no me acompaña más y yo me voy a dormir allá.
Pudieron dormirse a eso de las 11, se levantaron trasnochadas, pero siguieron la jornada con normalidad. En una reunión de padres de familia, les contó a los acudientes el suceso a lo que ellos se rieron. Algunos aseguraron que podría haber sido una bruja que perseguía a don José, el profesor que enseñaba previamente allí, y que probablemente esta hechicera no sabía que el hombre se había ido y por eso molestaba, pero que no volvería. Otros, dijeron en ese filón, en tal barranco había oro, “y donde hay oro hay malos espíritus”. Sonaron muchas versiones e incluso otros testimonios de gente que había pasado por allí y había escuchado cómo unos perros halaban unas cadenas, o cómo se vaciaba una olleta de café, muchas cosas que las personas decían. Carente de temor, la profesora se quedó el resto del año allí, y afortunadamente nunca le volvió a ocurrir nada malo, nunca escuchó un sonido más fuera del viento y los insectos de los campos. Cuando Alicia y su hermana no podían acompañarla, otros niños iban a hacer presencia, nunca le dejaron sola.
Por esta y muchas otras razones, podemos decir que ser docente o estar relacionado con el ámbito educativo es difícil para quienes viven y ejercen en la ruralidad, y esto aplica tanto como profesores como para estudiantes. Finalmente, esta mujer siguió ejerciendo una labor muy necesaria y de mucho valor, dar educación a zonas abandonadas y carentes de oportunidades educativas, se requiere de mucha voluntad y pasión para mantener ese estilo de vida, y así lo hizo Maria Lisbeth Arias. Podría decir, incluso, si hubo algo que le impidiera aportar a la educación más que los espíritus o las brujas, fue la falta de recursos, ese “fantasma” sí que hace daño en la población.

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